Este relato puede contener spoilers de «El sonido de una caracola rota».
Al salir del agua, Keahi solo sentía dolor desde hacía ciclos. La cola ya no desaparecía sin más para convertirse en dos piernas, la piel de las orejas le picaba y al respirar no podía evitar emitir un leve silbido por la nariz.
Puede que esa fuera la última vez que pisaba la superficie. Por eso debía encontrarla.
Caminó por las calles de la aldea más cercana a la orilla de la playa. Intentaba mantenerse en las sobras, lejos de la luz que emitían los farolillos que colgaban en las puertas de las casas. Solo se acercaba a las ventanas para atisbar el interior de los hogares, buscando aquello que necesitaba.
Al llegar a un cruce miró a los lados, intentando decidir por donde seguir. Hasta que oyó un grito. La casa de la que venía el sonido tenía todas las luces encendidas en el interior.
Corrió hacia allí y otro alarido salió de una de las ventanas entreabiertas.
Keahi miró a través del cristal. Una terrestre estaba tumbada en la cama, bañada en sudor y aferrando las sábanas con fuerza. Tres personas más la rodeaban. Una de ellas le cogió una de las manos y le dio un beso en la frente mientras le acariciaba el pelo. Otra le susurraba palabras de ánimo. Y la última le ayudaba a empujar a la criatura fuera de su vientre.
Ahora solo tenía que esperar y rezar a la diosa.
Cuando todas las terrestres de la casa se durmieron al fin, quedaba poco tiempo para que el sol empezará a despertar.
Con cuidado, Keahi abrió la ventana e intentó no respirar demasiado. Apoyándose en el alfeizar, se impulsó y entró en la casa. Posó los pies con cuidado en el suelo de madera, y caminó hacia el canasto que descansaba junto a la cama.
Ahí estaba la criatura. Tan pequeña que daba miedo cogerla.
Pero no había tiempo para pensar ni para tener miedos.
La tomó con cuidado, conteniendo la respiración, rezando para que no se despertara. Cuando estuvo segura de que se había acomodado a sus brazos, volvió a salir de la casa y corrió de vuelta al agua.
Ya no le quedaba tiempo, el cielo empezaba a cambiar de color, preparándose para el nuevo día.
Se oyó un estruendo en una casa cercana y Keahi miró hacia la criatura sin dejar de correr. No parecía haberse inmutado.
Llegó a la playa sin aliento. Se arrodilló en la arena y empezó a pronunciar el hechizo mientras metía a la criatura poco a poco en el agua. Las piernas comenzaron a cambiar, recubriéndose de escamas rosa.
La niña se había despertado. Tenía los ojos abiertos y la cara sonrosada, se iba a poner a llorar. Pero ahora ya no importaba, la transformación había empezado.
Cuando terminó de pronunciar el hechizo, Keahi se metió en el agua y abrazó a la nueva sirena que había creado.
—Hola, Makana.
¿Te has quedado con ganas de saber qué le va a ocurrir a Makana?
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